jueves, 10 de mayo de 2012

la horrible



Mi ciudad favorita en el mundo es Lima. “Claro, cualquiera puede decir eso de su ciudad natal. Al fin y al cabo, todos esos recuerdos de infancia tienen que servir para algo. Todos vuelven a la tierra en que nacieron y a su influjo incomparable” dirá  un imaginario interlocutor que suena algo parecido a mí, y algo parecido a un vals. Y yo le responderé que no, que si bien sí nací en la Lima de los perros ahorcados y los coche-bombas, ya cuando tenía un año estaba viviendo a poco más de 1000 Km. de ahí, en Piura, la ciudad del eterno calor y el eterno aburrimiento.

Y le diré también que mi enamoramiento de Lima ha sido tardío. Que a mí, como tantos, me desesperaba su desorden, su congestionamiento endemoniado (que, según mi padre leyó en alguna revista, es responsable de millones de dólares en pérdidas cada año), su perpetuo gris y sus disonancias.



Ahora son esas disonancias las que busco. Porque Lima es una ciudad esquizofrénica, con desorden de personalidad. En una misma cuadra conviven rezagos de su pasado aristocrático, cuando era el centro indiscutido del continente, y demostraciones fosforescentes de la nueva sangre que la puebla y llena de vida. En sus barrios tradicionales las casitas pintorescas de la clase media resisten aún el embate de los edificios, mientras que los palacetes del centro de la ciudad reciben en las mismas salas marmóreas a la CGTP[1] y a los hijos confundidos de la burguesía, que llegan por las noches a bailar su soledad. Cada uno de los barrios populares, que, como corales conformando un arrecife, ha surgido en apariencia de la nada, se convierte en epicentro de uno de los guijarros que conforman el mosaico de la ciudad.

No es una ciudad para todos, es cierto. Entiendo perfectamente de donde vienen las críticas. Tampoco es la ciudad en la que quiero vivir para siempre – y no tendré que hacerlo – pero, por ahora, cada vez que he recorrido, por la noche y quizás no en mis cabales, el zanjón iluminado entre el barranco y la ciudad, no he podido dejar de pensar que era este precisamente el lugar donde tenía que estar.

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Pensaba en eso durante la última reunión que tuve en mi anterior trabajo. La gerente de marketing proponía a los demás miembros del directorio entrar como auspiciadores en una muestra fotográfica. Mientras todos discutían sobre lo que esto podría aportarle a la marca de la inmobiliaria (“hacemos crecer tu ciudad”, o algún otro slogan en ese sentido), yo, como correspondía a mi posición de pinche entre gerentes, miraba las fotografías.

La fotógrafa, Evelyn Merino Reyna, organiza su colección alrededor de un hilo conductor simple pero efectivo: todas las fotografías han sido tomadas volando en ala delta. La ciudad se convierte al mismo tiempo en mapa y territorio, casi en geometría. Los ejes de sus calles, los patrones de sus parques y avenidas, y también de sus olas y sombrillas y los botes que descansan  del trabajo en su bahía, todos son ejemplo de la resistencia natural a la entropía que ha de devorarnos finalmente.



Y en medio de todo, alguien que lee o flota o besa a su mujer en una piedra.

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Hace unos días fui con mi buen amigo Álvaro a ver un documental sobre música criolla. Si aún no lo ha hecho (y la verdad es que ando un poco desconectado de ella desde que llegó a máximos absolutos de vacuidad), es probable que la prensa peruana hable del “Buenavista Social Club Peruano”. Lo básico está ahí: un grupo de setentones que ha sido juntado por un productor joven para tocar una música pasada de moda con una solvencia superior al promedio. Si el descubridor de estos veteranos hubiese sido Ry Cooder, y no Willy Terry ni Rafael Polar, otra sería la historia.


En el aspecto técnico, es un documental cumplidor, nada más. Tiene algunos problemas con la narración, que se vuelve trillada y subraya ideas que podrían simplemente mostrarse. La idea de fondo, en todo caso,  es clara: un grupo de viejunos que, como aquellas bandas resistentes de las historias post-apocalípticas, se refugia en donde puede, en el intento de mantener viva alguna tradición casi perdida. Uno de los centros emocionales de la película lo grafica mejor que nada: la cámara avanza lenta por entre los vericuetos de quincha y barro de una casona vieja de los Barrios Altos, hasta llegar a un sillón destartalado donde un anciano canta, con un hilo de voz, un vals desconocido sobre una Lima de ensueño y brujería, una Lima de la que vale la pena enamorarse.




El vals es una de las canciones más bonitas que he escuchado. Sus melodías y armonías recuerdan a la Chabuca más melancólica, y sus imágenes son herederas directas del mundo creado por Eguren. Que sobre el autor se sepa poco o nada vuelve todo un poco más heroico. No es difícil imaginarlo ahí, en casa, trabajando un género que ha muerto o está por morir, y haciéndolo como si se le fuera la vida en ello, para luego ir a mostrarle a los amigos, siempre los mismos cinco o seis, el valsecito que ha compuesto; y a cambio un vaso de cerveza o de pisco o de aguardiente, o quizás solo un abrazo o una lágrima furtiva. Todo para después morirse sin saber – o tal vez lo sospechaba – que es aquello que ha compuesto: la mejor canción criolla que se ha escrito en mucho tiempo.

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Se acerca el invierno en Lima, pero todavía no principia. Las chicas ya han dejado las faldas largas del verano y aparecen otra vez con sus abrigos; algunas mañanas amanece nublado y gris, como invitándonos a armar campamentos en la cama. La tarde aún está linda para caminar rumbos perdidos.










[1] Confederación General de Trabajadores del Perú
[*] Lima Bruja aún no puede encontrarse en Internet

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